jueves, 26 de mayo de 2011

LOS OTROS HÉROES

La Infantería es por excelencia el arma que monopoliza toda la gloria y el heroísmo en el elenco de medallas y condecoraciones otorgadas en acciones de guerra. En el otro extremo, con toda la humildad, agazapada en un rincón, sin esperar nada a cambio, queda la logística, los servicios, que en silencio logran alimentar la batalla, consiguen mover las máquinas, dotan las armas, sustentan al combatiente y sanan sus heridas.
En silencio y con no menos arrojo los médicos ejercen en la guerra con una fortaleza singular, más allá de los límites humanos, conociendo y reparando las desgarradoras heridas físicas de la lucha moderna que en no pocas ocasiones convierten a los soldados en verdaderos despojos, auténticas piltrafas humanas que por todos los medios procuran ocultarse a la opinión pública y a la sociedad.
En este quehacer callado uno de los tipos de herida que, aunque no fueron habituales, se dieron en nuestra guerra civil, fue el producido por las granadas de mortero no estalladas, contingencia que multiplicaba el peligro mismo del suceso ante el evidente riesgo corrido por el equipo medico que debía atender a la, por añadidura, aterrorizada víctima. Los americanos reclamaban para sí el primer caso de cura a un herido por granada no estallada acontecido en la guerra de Corea, pero los primeros casos documentados, hasta hoy al menos, corresponden a nuestra contienda.
Uno de ellos fue el de un soldado perteneciente a la 48 Brigada Mixta, Blas Martín Mora, de 22 años y natural de la provincia de Toledo. En la madrugada del 2 de julio de 1937 los sanitarios lo acercaron en camilla, por no atreverse a su evacuación en ambulancia, hasta el hospital ubicado en el madrileño hotel Palace, ya que presentaba una bomba de mortero enclavada a nivel del tórax izquierdo, mientras que en la región posterior, en la zona escapular, se apreciaba una prominencia cubierta por los músculos y la piel. El estado del herido era de una gran ansiedad, ya que no ignoraba que el proyectil que albergaba en su cuerpo no había estallado.
Una de las primeras acciones que realizó el equipo médico fue la de avisar al artificiero para que tratara de desmontar la espoleta de la granada, pero este aseguró desconocer el tipo de granada y desapareció pronto de la escena.
Ante tal estado de cosas, el doctor Cosme Valdovinos, médico cirujano que dirigía la operación, solicitó tranquilidad. Todo transcurrió rápidamente y mientras un ayudante sujetaba la granada, el doctor se dedicó a abrir el boquete, hasta que tirando del proyectil fue posible extraerlo. El herido, una vez concluida la delicada maniobra y salvando la angustia pasada en el trance, sólo tenía dos costillas fracturadas y el hueso omóplato izquierdo con múltiples esquirlas.

Otro caso queda documentado en el Sanatorio del doctor León, también en Madrid. Allí llegó un herido portando un proyectil enclavado en la región posterior del brazo que, completamente desahuciado, nadie había querido atender. Al parecer, y según sus propias manifestaciones, el pobre herido había recorrido varios centros sanitarios sin recibir atención en ninguno. En el hospital fue atendido por el doctor Sanchez Brezmes, quien haciéndose cargo de la situación comenzó por darle ánimos. Siendo convenientemente anestesiado y con una buena dosis de valor, el cirujano procedió a seccionar los tejidos por encima de la espoleta, liberando ésta de los tejidos que la cubrían. Una vez desenroscada la propia espoleta, el cuerpo de la granada fue extraído por el otro lado, a través del mismo orificio de entrada, sobre el que se practicó una incisión que permitió la liberación. El proyectil había ocasionado una fractura de húmero de la que la víctima quedó totalmente curada y sin secuelas.
Existe documentado algún caso más, cuya extracción resultó algo más aparatosa por las precauciones tomadas por los respectivos equipos médicos, cautelas, por otro lado, nada censurables, habida cuenta del riesgo que se corría.
Uno de ellos aconteció también en el Palace, el modus operandi después de anestesiar al herido fue el de atar una cuerda al estabilizador de la granada (las aletas propiamente dichas) y a través de un boquete abierto en la pared tirar de la cuerda desde la habitación contigua.
Otro caso sucedió durante la batalla del Ebro, en el que el herido presentaba también un proyectil de mortero clavado en el tórax. El procedimiento de extracción fue similar al anteriormente descrito, pero al tratarse de un hospital de campaña la cuerda se ató a un árbol mediante una polea. Al herido se le sentó en una silla y desde la parte de atrás de unos sacos terreros instalados al efecto, y a la voz del cirujano, los artificieros tiraron hasta que el proyectil quedó en el aire balanceándose peligrosamente. Al instante uno de los artilleros cortó la cuerda y lanzando la bomba por encima de un parapeto preparado igualmente para la ocasión, produjo una gran explosión.
Es una muestra de casos médicos entre miles de los que acontecieron en nuestros frentes, sin publicidad, sin gloria, sin laureles. La Historia a veces se olvida del famoso adagio: “por un clavo se perdió una herradura, por una herradura un caballo, por un caballo un general, por un general una batalla, por una batalla una nación”. La Historia a veces se olvida que el clavo lo fundió el más sencillo de los forjadores, lo transportó el más humilde de los acemileros y lo ajustó el más modesto de los herreros.

JUAN FCO, FUERTES PALASI